PAREJA


Dijo que estaba buscando un pintalabios para su pareja. Supe que con “pareja” quería decir su mujer por los puños de la camisa. 

Era el único cliente en la tienda a esa hora. Un hombre atractivo, o al menos lo que yo considero atractivo. Antes, cuando vivía en Madrid, solía levantar la mirada del libro que estuviera leyendo para comprobar si había hombres atractivos a mi alrededor. Si los había, eso me daba impulso para seguir leyendo sin mirar cuántas páginas quedaban para terminar el capítulo. Ahora rezo para que el libro no se acabe, leo en casa, horas y horas, sin nadie alrededor. Todavía no sé si el alquiler barato en una pequeña ciudad de provincias compensa la escasez de desconocidos.

Hizo una locura. Lo dijo: “Voy a hacer una locura”, y empezó a pintarse los labios con una muestra delante de un espejito redondo. Entonces la tierra tembló. Su mano se movió, todo se movió un poco, y el pintalabios se deslizó por su mejilla izquierda. 
Unos segundos después, cuando el temblor acabó, me miró sonriendo con cara de Joker: “¿Qué probabilidades había? Soy un hombre con suerte”. Parecía una frase sacada de una película. Pensé incluso que se trataba de un montaje. 
Sin perder el sentido de irrealidad, me puse a recoger los cosméticos que se habían caído de sus estanterías. Él me ayudó, con las sirenas de los coches en la calle de fondo. 
Cuando terminamos, abrí un paquete de toallitas desmaquilladoras para que se limpiara el carmín. Él comentó que eso, las toallitas desmaquilladoras, era lo que ella le había encargado en realidad.


Una semana después volvió a aparecer por la tienda. No compró nada. Fue directo al grano y me preguntó a qué hora terminaba de trabajar. Quedamos a las ocho y media en un bar cercano para tomar algo.
Acudí a la cita tranquila y relajada. Esperaba, de forma un tanto ingenua, estar dando los pasos adecuados para al menos hacer una nueva amistad. Estaba sentado en una mesa al fondo del local. La camisa había cedido el puesto a un jersey negro con cuello de pico sin nada debajo.
Empecé con algo facil: "¿Has visto las noticias? Varias familias han perdido todo lo que tenían, menos mal que estábamos lejos del epicentro". Respondió que estaba mucho más guapa fuera de la tienda. Será la luz, conjeturó, o la falta de responsabilidad. 
Dos vinos después, ya le había contado todo lo que podía contar sobre mi vida. El resto, citando una frase que leí a escondidas en el diario de mi hermana el día en que tuve mi primer periodo (aterrada y excitada por poder acceder al fin a los secretos de las demás mujeres), "tendría que contarse de cuello para abajo". Él se limitó a escucharme, sonriendo, clavando sus ojos en los míos sin ningún pudor. Me levanté, un poco mareada por el vino, y fui al baño.


La cara en el espejo no era la cara de una chica que tiene un lío con un hombre casado. Y sin embargo, me dije, sabes que eso es precisamente lo que está a punto de pasar. Cuando salgas del baño, concretaréis cómo y cuándo vais a quedar para follar. La diferencia entre ser (la amante) y estar (liada) se me enredó un poco en el pelo. 
Me eché agua en la cara, me sequé con un kleenex y saqué el pintalabios del bolso, un bolso feo, marrón, con flecos en los bordes. Antes de salir de la tienda había cogido el mismo pintalabios que él justo antes del temblor. Pensaba usarlo como un guiño simpático, salirme de los labios y mancharme la mejilla. Pero cuando me puse a ello, fui incapaz de torcer mi muñeca. Con un pulso inquebrantable, pinté mis labios con total precisión. Era ese rojo intenso, intemporal. Apliqué una segunda capa, sin lograr salirme ni un milímetro. Di un paso atrás frente al espejo. Afuera, un grupo de chicas reía a carcajadas.

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