EL NUEVO SIGLO


En mi antiguo dormitorio hay una revista de otoño del 2000 debajo de un rulo con cedés pirateados y un montón de collares de carey con plumas. En la esquina inferior derecha de la portada reza un titular secundario: “Cinco prendas básicas para el nuevo siglo (pg.74)”. En aquella época quería ser estilista, devoraba cualquier revista de moda hasta aprendérmela. Sin embargo no recuerdo ese artículo, ni esa revista en particular. Es la única que queda. El resto se tiraron al contenedor de reciclaje cuando encontré trabajo de administrativo para una empresa de mensajería, me mudé a un estudio diminuto y mi madre reconvirtió la estancia en trastero/cuarto de planchar. Por aquel entonces quería comerme el mundo; lo único que he logrado es que el mundo me coma a mí. 



Me lanzo, voraz, en pos de la página 74. Quiero saber qué fue de esas prendas, si el tiempo les hizo justicia o, por el contrario, demostró una vez más que las tendencias son chistes privados que enunciamos sin que su público natural, encerrado detrás de una puerta, nos explique dónde está la gracia.

Todo el artículo está arrancado. Rebusco por la habitación, pero no aparece. Debí guardarlo en uno de mis clasificadores. Esos que ahora, después de ser reducidos a pulpa de papel, serán probablemente cuadernos con una frase "buenrollera" impresa en la tapa con tipografía infantil. 

Intento superar la pérdida sentado en una silla donde solía estar mi cama, ojeando el resto de la revista. Es inútil. Nada puede superar esa pérdida.

La nueva cama, la que va a traer mi primo en su furgoneta un día de estos, la cama de ochenta que lleva años sin usarse en un trastero y en la que no sé cómo voy a dormir sin caerme por los lados, la colocaré siguiendo los principios del Feng Shui; algo que aprendí en otra revista y de alguna forma se las ha apañado para seguir en mi memoria. Toda ayuda es poca cuando tienes que empezar de cero. 

Abro el armario. Dentro hay algunas camisas mías, colgando cual reses en un matadero abandonado. ¿Me valdrán todavía? Qué va. Ni siquiera puedo cerrarme los botones. Teniendo en cuenta el aporte calórico de los guisos de mi madre, pronto tendré que añadir una “X” más a las camisetas de Primark.

Entre los trastos encuentro unas tijeras de costura y un rollo de celo. Recorto las camisas en rectángulos y las coloco en el hueco de la revista. Fijadas con celo a las páginas restantes, se convierten en esas prendas básicas para el siglo XXI. Son solo tres, pero menos da una piedra. 

Aunque, ¿y si la piedra pudiera dar más? ¿Y si la piedra pudiera darlo todo?

Meto la revista, las tijeras y el celo en mi bandolera y salgo a zancadas del piso. Mi madre me pregunta a gritos por el hueco de la escalera si volveré para cenar. ¡NO!

Entro en Principe Pío como un vendaval de ilusión. Es el centro comercial más cercano, cruzando el río. Pruebo con Mango. Mis amigas siempre han dicho que es fácil robar ahí. Y lo es. Elijo un top "animal print". El "animal print" no debe faltar en las cinco prendas. Corto la etiqueta del top dentro de mi bandolera y salgo sin prisas. Incluso le pregunto a una de las dependientas cuándo traerán la nueva colección de verano. Aún es pronto, me dice. 

Ya solo queda una. Quiero que sea una camisa negra, de hombre, entallada. Ese tipo de camisa que nunca he conseguido lucir bien. Entro en Zara. Y para mi sorpresa, no tienen la camisa. O está agotada o ha perdido su razón de ser. Ya no tengo ni idea de cuáles son los principios básicos sartoriales para el hombre de hoy. Nunca debí sustituir el Vogue por el 20Minutos. 

El segurata está cañón, pero no creo que se me arrime por gusto. Este se huele algo. Debe ser el miedo. ¿Por qué tengo miedo? Si lo que llevo en la bandolera es de otra tienda. No he robado nada desde que tenía once años, cuando cogí un bote de tippex en los veinte duros. La ansiedad y la culpa han envejecido estupendamente. Voy hacia la salida, el segurata me sigue, paso la puerta, la alarma no pita, ¿cómo iba a pitar? Acelero el paso, corro, él también corre. Es lo más erótico que me ha pasado en meses. 

De repente el suelo se inclina y me doy de morros contra el suelo. Duele. Unos metros detrás el segurata me mira, negando con la cabeza, y vuelve al Zara. Unas voces me preguntan si estoy bien, si necesito ayuda. Siento demasiado vergüenza para responder o mirarles a la cara. Alguien me da un kleenex para limpiarme la sangre del labio. Un chichón me late en la frente. 

Me refugio en el Opencor, cojeando del pié que me he torcido al caer. La chatarra que tengo en el bolsillo me da para comprar una revista que trae un foulard de regalo, o un cartón de vino. La revista podría suponer la prenda que me falta. Por otro lado, estoy fatal. Elijo el vino.

En la calle se está levantando rasca. Me siento en uno de los bancos de piedra que hay frente al Príncipe Pío. Hace treinta años, cuando esto todavía era una estación de ferrocarriles, me hubiera escondido de polizón en un tren, rumbo al norte, camino de lo desconocido. Hoy, lo desconocido son unos vagabundos mitad borrachos mitad toxicómanos armando un escándalo privado a unos metros de distancia. 

Bebo mi vino con ansia. Un chorro me salpica la camiseta azul celeste, uniéndose a las gotas de sangre que me adornaron después de la caída. Recorto el top animal print y lo pego en la revista. Podría dejarlo ahí, tirar la revista a la basura y mandarlo todo a la mierda. Pero eso es lo que he hecho siempre hasta ahora. Así que hoy, ahora, me voy a quitar la chaqueta, me voy a quitar la camiseta azul celeste manchada de sangre y vino, voy a recortarla y a pegarla en la revista, para completar las cinco prendas de un nuevo siglo, y luego me voy a poner la chaqueta de nuevo y abrocharla hasta arriba para no resfriarme.

Dicho y hecho.

No ha resultado muy épico. Supongo que aún es pronto para sentirme valiente.

... Más vino...

Y sin darme cuenta, estoy sentado con los vagabundos. Intentan convencerme de que siga con mi striptease. Yo contraataco con un reverso. Me ofrezco para mejorar sus estilismos. ¿Qué pueden perder? Tienen todas las ventajas de lo desconocido. Ellos siempre dicen sí a lo que sea, sin pudor, sin miedo. Por eso el resto evitamos mirarlos.

Intercambiamos tetrabricks. El tinto lubrica nuestro gregarismo. Corto ciño rasgo tiro saco pego ato, ¿te gusta así?, ¿cómo queda? A ver da unos pasos, genial, ¡bravo!. He usado los trozos de tela que tenía en la revista, pegándolos sobre su ropa sucia con restos de barro y orina. Al final el fin de las cinco prendas era esto, vestir a mis nuevos amigos. Lástima que no vaya a ver el nuevo siglo.

¿Cómo?

Uno de ellos me responde y señala calle abajo: "Está ahí abajo". ¿El qué? "El restaurante ese, el chino, el nuevo siglo". ¿Está aquí el nuevo siglo? "Joder, te lo acabo de decir. ¿No has dicho no veías el nuevo siglo? Pues está ahí, en el Paseo de la Florida".


Dejo todo atrás menos a mí mismo. Llego enseguida. Estaba a cinco minutos. El cartel es bien claro: "Restaurante Nuevo Siglo". La entrada tiene una extraña decoración, como unas montañas negras recortadas. Me siento Frodo escalando el Monte del Destino. 

Dentro hace calor, pero no puedo quitarme la chaqueta porque no llevo nada debajo. Una china todo sonrisas me acompaña a una mesa. Los escasos clientes que ya están cenando evitan mirarme, por el chichón, supongo, o los restos de vino, de sangre, por el Sí gigante que emito con todo mi cuerpo. 

La china deja un menú. Ni siquiera lo abro. Pongo las manos sobre la mesa. Por primera vez en mi vida siento que no me falta nada. Ya estoy listo.





2 comentarios:

  1. Conozco la zona perfectamente pero esos delirios divertidos no tanto �� Un día debo ir al Nuevo Siglo. Gracias por compartir tu talento.

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  2. Es una zona muy interesante para explorar, y desde luego para paladear el Nuevo Siglo jeje. ¡Gracias por leerme!

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